
Junto a la pensadora alemana, se sentó entre la prensa un prometedor escritor holandés, Harry Mulisch. Todavía joven, encarnaba la desgarradora complejidad de la época: hijo de austriaco y de judía holandesa —«medio judío» por tanto, para los nazis— se libró de la deportación porque su padre colaboró con los ocupantes alemanes. En sus reportajes sobre el juicio, Mulisch complementa a Arendt. Lo que le interesa no es tanto lo que hizo Eichmann —que también— sino quién era ese hombre de apariencia anodina, qué nos decía a nosotros, sus contemporáneos y qué anunciaba de la deriva moral de nuestro propio tiempo.
Mulisch no hace historia ni política, escarba en una realidad psicológica y social que nos resulta inquietante, por no decir pavorosa: traza una crónica apasionante y detallada del juicio y describe un retrato-robot del mal, o, mejor, el retrato de un robot, del «hombre-máquina» que se engarza con la limpieza de las ruedas dentadas de la obediencia ciega en la maquinaria del horror.
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