lunes, 7 de enero de 2019

LO DIFÍCIL ES PERDONARSE A UNO MISMO

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El primer libro en el que un etarra arrepentido cuenta, en primera persona y sin esconder nada, qué le llevó a formar parte de la banda.

El 19 de febrero de 1992, Iñaki Rekarte empezó a caminar deprisa en dirección contraria al coche bomba que había aparcado minutos antes en el barrio de La Albericia de Santander. Segundos más tarde vio pasar a su objetivo, una furgoneta de la policía, buscó en el bolsillo el mando a distancia, levantó el brazo y apretó el botón con todas sus fuerzas. La explosión absorbió durante unos instantes todo el oxígeno de la calle; luego lo soltó de golpe. Tres personas murieron: un matrimonio de unos cuarenta años y un hombre de menos de treinta. Una veintena de transeúntes, entre ellos dos policías, resultaron heridos. Fue el primer atentado, y el último, del recién formado comando Santander de ETA. Pocas semanas después, Iñaki Rekarte fue detenido y encarcelado, y, en 1998, juzgado y condenado a 203 años de cárcel.

Lo que vino a continuación fueron dos décadas de prisión, odio, aislamiento, consignas y, más tarde, poco a poco, de crecimiento y evolución personal. De la sed de aventuras de los diecinueve años, los que tenía en la época en la que entró a formar parte de ETA, pasó a la radicalización ideológica en la cárcel, donde la fidelidad acrítica al grupo lo era todo, y de ahí al desencanto, la desvinculación y la salida, previo paso por el centro penitenciario de Nanclares.

Pero esta es también, y pese a todo, una historia de amor. La de Iñaki Rekarte con Mónica, una trabajadora social de la prisión gaditana de máxima seguridad Puerto I, donde estuvo recluido trece años, a través de la cual descubrió un mundo y una sociedad, desconocidos para él, que hasta entonces solo identificaba como el enemigo.

LAS ZARINAS. PODEROSAS Y DEPRAVADAS

Publicado por Lucky en 11:00 0 comentarios
Tras la muerte de Pedro el Grande, en 1725, quien sucederá a ese reformador déspota y visionario? Rusia esta inquieta, nobles y vasallos trazan sus estrategias y desarrollan hipótesis acerca de quien ocupara el trono. Serán tres emperatrices y una regente quienes detentaran el poder durante treinta y siete anos: Catalina I, Anna Ivanovna, Anna Leopoldovna, Isabel I. Mujeres todas ellas caprichosas, violentas, disolutas, libertinas, sensuales y crueles, que impondrán su extravagante carácter al pueblo y harán vacilar a la santa Rusia.

Este es sin duda el libro del autor, un gran libro, que describe un momento de Rusia prácticamente desconocido entre dos zares de renombre como son Pedro I y Catalina II. Henri Troyat no escatima detalles para mostrar a estas zarinas en su intimidad, poseídas por sus pasiones y su ambición desmesurada y es que en la realeza las bajas pasiones adquieren gran protagonismo…Algo sabido pero que no está mal recordarlo.

Catalina I, mientras que todo el mundo coincide en señalar sus modales de cantinera disfrazada de soberana, las opiniones varían más cuando se trata de comentar su inteligencia y su capacidad de decisión. Si bien apenas sabe leer y escribir, si bien habla ruso con un acento polaco teñido de sueco, desde los primeros días de su reinado demuestra una loable aplicación en la tarea de llevar a la práctica el pensamiento de su marido. Para impregnarse mejor de las cuestiones de política exterior, incluso ha aprendido un poco de francés y de alemán. En todo tipo de circunstancias, prefiere confiar en el sentido común que le ha proporcionado una infancia difícil. Algunos de sus interlocutores la encuentran más humana, más comprensiva que el difunto zar. Con todo, consciente de su inexperiencia, consulta a Ménshikov antes de tomar cualquier decisión importante. Sus enemigos afirman a sus espaldas que éste la tiene totalmente sometida y que ella teme desagradarle tomando iniciativas personales.

De todos los que pueden aspirar al trono de Rusia, el peor preparado para ese temible honor es aquél al que acaban de otorgárselo. Ninguno de los candidatos a la sucesión de Catalina I ha tenido una infancia tan desprovista de afecto y de consejos como el nuevo zar Pedro II. No ha conocido a su madre, Carlota de Brunswick-Wolfenbüttel, que murió al traerlo al mundo, y sólo tenía tres años cuando su padre, el zarevich Alejo, sucumbió víctima de la tortura. Doblemente huérfano, educado por ayas que eran simples sirvientas del palacio y por preceptores alemanes y húngaros de poca ciencia y poco corazón, se encerró en sí mismo y, desde que tuvo uso de razón, manifestó un carácter orgulloso, agresivo y cínico. Permanentemente inclinado a la denigración y la rebeldía, sólo siente ternura por su hermana Natalia, catorce meses mayor que él, cuyo temperamento jovial aprecia. Sin duda por atavismo, pese a su corta edad le gusta embotarse bebiendo alcohol y divertirse con las más groseras bromas, y le sorprende que la joven se sienta atraída por la lectura, las conversaciones serias y el estudio de lenguas extranjeras.

La misma incertidumbre que desorientó a los miembros del Alto Consejo secreto a la muerte de Pedro I el Grande vuelve a apoderarse de ellos en las horas que siguen a la muerte de Pedro II, «el Pequeño». Dada la falta de un heredero varón y de un testamento auténtico, ¿por quién pueden reemplazar al difunto sin provocar una revolución en la aristocracia? En el palacio Lefort de Moscú se encuentran reunidos los notables habituales de la Generalidad, rodeando a los Golitsin, los Golovkin y los Dolgoruki. Pero nadie se atreve todavía a expresar su opinión, como si todos los encargados de tomar decisiones se sintieran culpables del trágico declive de la monarquía. Vasili Dolgoruki considera que ha llegado el momento de imponer, aprovechando la confusión general, la solución que cuenta con sus preferencias, y desenvainando la espada profiere un grito de adhesión: «¡Viva Su Majestad Iekaterina!». Para justificar esta exclamación de victoria, invoca el testamento elaborado la víspera y en el que su joven pariente, Iván Dolgoruki, ha imitado la firma del zar.

Ana Ivánovna, casada a los diecisiete años con el duque Federico Guillermo, que dejó en la corte el recuerdo de un príncipe pendenciero y borracho, y retirada con su esposo en Annenhof, en Curlandia, se quedó viuda unos meses después de haber partido de Rusia. Más tarde se trasladó a Mitau, donde vivió desamparada y con estrecheces. Durante esos años en los que el mundo entero parecía haber olvidado su existencia, un hidalgüelo de origen westfaliano, Johann Ernst Bühren, permaneció constantemente a su sombra. Éste reemplazó a su primer amante, Piotr Bestújiev, que era el protegido de Pedro el Grande. Como sucesor de Piotr Bestújiev, Johann Ernst Bühren, de escasa instrucción pero de ambición ilimitada, se ha mostrado muy eficiente en los trabajos diurnos, en el despacho, y en los nocturnos, en la cama de Ana. Ella está tan dispuesta a escuchar sus consejos como a recibir sus caricias. Bühren la libera de todas las complicaciones que teme y le proporciona todos los placeres que desea. Aunque el verdadero apellido del personaje es Bühren y aunque su familia lo haya adaptado al ruso convirtiéndolo en Biren, él prefiere llamarse Biron, un patronímico de resonancia francesa.
El 23 de agosto de 1740, Ana da a luz a un niño, que es inmediatamente bautizado con el nombre de Iván Antónovich. La zarina, aquejada desde hace unos meses de una dolencia difusa cuya causa los médicos no acaban de precisar, experimenta una súbita mejoría al enterarse de la «gran noticia». Rebosante de júbilo, exige que toda Rusia exulte por ese nacimiento providencial. Acostumbrados a obedecer y a fingir, sus súbditos, como siempre, se deshacen en bendiciones. Sin embargo, no pocas mentes perspicaces se plantean muchas preguntas. ¿Con qué derecho un retoño de pura sangre alemana, puesto que es Brunswick-Bevern por parte paterna y Mecklemburgo-Schwerin por parte materna, y su único vínculo con la dinastía de los Románov es a través de su tía abuela Catalina I, esposa de Pedro el Grande, también de origen polacolivonio, se ve promovido desde la cuna al rango de heredero auténtico de la corona? ¿En nombre de qué ley, de qué tradición nacional se arroga la zarina Ana Ivánovna el poder de designar su sucesor? ¿Cómo es que no tiene a su lado un consejero lo bastante respetuoso con la historia de Rusia para evitar que tome una iniciativa tan sacrílega?.

El 28 de octubre de 1740, entra en coma.
Cuando se anuncia su muerte, Rusia despierta de una pesadilla, pero en el entorno de palacio se cree que es para abismarse en otra todavía peor. Según la opinión unánime, con un zar de nueve meses y un regente de origen alemán que habla en ruso a regañadientes y cuya principal preocupación es aniquilar a las familias más nobles del país, el imperio se precipita hacia la catástrofe.

Al día siguiente de la muerte de Ana Ivánovna, Bühren se convierte en regente por la gracia de la difunta, con un bebé como símbolo y garantía viva de sus derechos. Inmediatamente se dedica a despejar el terreno a su alrededor. A su entender, la primera medida que se impone es alejar a Ana Leopóldovna y Antonio Ulrico, los padres del pequeño Iván.

Completamente aturdida aún por lo repentino de su acceso al poder, Ana Leopóldovna se alegra menos de este triunfo político que del regreso a San Petersburgo de su último amante, el hombre al que la zarina creyó oportuno alejar para obligarla a casarse con el insulso Antonio Ulrico. Nada más aparecer los primeros indicios de calma, el conde de Lynar ha retornado, dispuesto a las más apasionadas aventuras. Cuando ella lo ve de nuevo, su encanto vuelve a seducirla al instante. Durante los meses que ha estado ausente, el conde no ha cambiado. A sus cuarenta años, apenas aparenta treinta. Alto y esbelto, de tez clara y mirada centelleante, sólo viste prendas de colores claros —azul celeste, albaricoque o lila—, se baña en perfumes franceses y utiliza crema para conservar la suavidad de sus manos. Se dice de él que es un Adonis en la plenitud de la vida o un Narciso que ha olvidado envejecer. No cabe duda de que Ana Leopóldovna lo acogió de inmediato en su lecho; no cabe duda tampoco de que Antonio Ulrico aceptó sin rechistar la situación. En la corte, a nadie le sorprende este triángulo amoroso cuya formación era previsible.

El golpe de Estado se ha convertido en una tradición política en Rusia, Isabel se siente moral e históricamente obligada a someterse a las reglas en uso en tales casos extremos: proclamación solemne de los derechos al trono, detención masiva de los opositores y lluvia de recompensas a los partidarios.

Isabel, testigo impotente de la obsesión de ese muchacho al que ha querido integrar por la fuerza en una nación en la que se siente totalmente extranjero, piensa con angustia que el poder de una soberana, en principio absoluto, se revela incapaz de modelar un alma rebelde. Se pregunta si, creyendo actuar por el bien de todos, no ha cometido el error más grave de su vida al confiar el porvenir del imperio de Pedro el Grande a un príncipe que, manifiestamente, detesta a Rusia y a los rusos.

La gran tarea de Isabel consiste en vivir a su antojo sin descuidar demasiado los intereses de Rusia. Un equilibrio difícil de mantener en un mundo donde el trueque de sentimientos está tan extendido como el de mercancías. En ocasiones se pregunta si, ante la obstinación de Luis XV en negarse a tenderle la mano, no debería seguir más bien el ejemplo de su sobrino y buscar la amistad de Prusia, que se muestra más dispuesta a comprenderla. Aunque su «hijo adoptivo» sólo tiene quince años, ya piensa en buscarle una novia, si no del todo alemana, al menos nacida y criada en las tierras de Federico II. Al mismo tiempo, no renuncia a la esperanza de restablecer las buenas relaciones con Versalles y encarga a su embajador, el príncipe Kantémir, que haga saber discretamente al rey que la zarina lamenta la marcha del marqués de La Chétardie y que se alegraría de volver a verlo en la corte.

En la época de Pedro el Grande, los habituales de la corte tenían que aguantar ser invitados a las «asambleas» que éste había instituido a fin de iniciar, creía él, a sus súbditos en los usos occidentales, y que no eran sino aburridas reuniones de aristócratas sin pulir, condenados por el Reformador a la obediencia, el disimulo y las reverencias. Durante el reinado de Ana Ivánovna, estas asambleas se habían convertido en focos de intriga y de inquietud. Un terror sordo imperaba en ellas bajo la máscara de la cortesía. La sombra del demoníaco Bühren merodeaba entre bastidores. Y he aquí que, ahora, una princesa cautivada por los vestidos, los bailes y los juegos pide que la gente vaya a sus salones a divertirse. De tarde en tarde, la anfitriona imperial tiene accesos de cólera o impone innovaciones insólitas, es cierto, pero todos sus invitados reconocen que por primera vez se respira en el palacio una mezcla de sencillez rusa y elegancia parisiense. En lugar de ser cargas protocolarias, estas visitas al templo de la monarquía se presentan por fin como oportunidades para divertirse en sociedad.

Cuantas más responsabilidades asumen en la dirección de la nación, más necesidad sienten de saciar su instinto genésico, reprimido durante las aburridas conversaciones ministeriales. ¿No será eso la prueba de la ambivalencia original de la mujer, que, lejos de tener por única vocación el placer y la procreación, está igualmente en su papel cuando dirige el destino de un pueblo?

De repente, Catalina ve con una claridad diáfana una evidencia histórica: Rusia es, más que ninguna otra tierra, el imperio de las mujeres. Ella sueña con modelarla a su manera, con pulirla sin desnaturalizarla. Desde la primera Catalina hasta la segunda, las costumbres han cambiado imperceptiblemente. En los salones, la robusta barbarie oriental ya se da aires de cultura europea. La nueva zarina está resuelta a alentar esta metamorfosis, pero su próxima ambición es hacer olvidar sus orígenes germanos, su acento alemán y su antiguo nombre, Sofía de Anhalt-Zerbst, y ser para todos los rusos la más rusa de las soberanas, la emperatriz Catalina II de Rusia. Tiene treinta y tres años y toda la vida por delante para demostrar su valor. Es más de lo que hace falta cuando, como ella, uno tiene fe en su estrella y en su país. Y le da igual que ese país no sea donde ha nacido, porque es el que ha elegido. No hay nada más noble, piensa Catalina, que construir el propio futuro al margen de las nociones de nacionalidad y genealogía. ¿No es por eso por lo que un día la llamarán Catalina la Grande?.
 

CRONICA DE UNA AMANTE DE LOS LIBROS Template by Ipietoon Blogger Template | Gift Idea