jueves, 12 de septiembre de 2024

EL ZAR DE LA DROGA: LA VIDA Y MUERTE DE UN NARCOTRAFICANTE MEXICANO

Publicado por Lucky en 17:30 0 comentarios

El zar de la droga es la biografía de Pablo Acosta, narco mexicano que construyó uno de los más poderosos imperios en la historia del narcotráfico mundial. También es la historia de la corrupción, violencia sin límite y opulencia del infernal mundo de los narcotraficantes.

Acosta convirtió a Ojinaga, Chihuahua, en el mayor "depósito" de cocaína del mundo occidental, desde donde abastecía la demanda de toda la Unión Americana. El zar de la droga revela los orígenes de este poderoso delincuente, su ascenso, contactos, métodos de intimidación, forma de operar y sus crímenes.

El zar de la droga es un reportaje periodístico absolutamente cierto e impresionante que a usted lo estremecerá.



LOS OTROS DESAPARECIDOS

Publicado por Lucky en 17:00 0 comentarios

Como resultado de la desaparición de cuarenta y tres estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, en la ciudad de Iguala, en el Estado de Guerrero en el año 2014, siguiendo el ejemplo de integrantes de la organización denominada Unión de Pueblos Organizados del Estado de Guerrero (UPOEG), a partir del 16 de noviembre de ese año, un grupo de personas decidió lanzarse a las montañas que circundan la ciudad en busca de sus familiares desaparecidos.

El interés público que suscitaron las desapariciones en Guerrero animó a otras personas en este estado a hablar sobre sus propios seres queridos desaparecidos. Las familias exigieron investigaciones o empezaron su propia búsqueda. Algunas se agruparon para formar el colectivo Los Otros Desaparecidos de Iguala. Hasta ahora sus esfuerzos han dado como resultado la exhumación de más de 160 cuerpos. 

Colectivos en otros estados han logrado resultados similares: más de 30 cuerpos fueron encontrados en Nayarit, 200 en Sinaloa y 300 en Veracruz. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos señala que, desde 2007, en 17 estados se han hallado más de 1,300 fosas clandestinas con más de 3,900 cuerpos —un informe de periodistas independientes divulgado recientemente acusa una cifra incluso mayor: casi 2,000 fosas en 24 estados—. Y éstas son tan solo las que se han encontrado. Según la actual Secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, el país está “lleno de fosas clandestinas”.

Estos colectivos han recurrido a una técnica sencilla para localizar los cuerpos sepultados. Ante la sospecha de que en un determinado sitio puede haber una fosa, perforan el suelo con una varilla de hierro. Si al extraerla se advierte el olor putrefacto de la muerte, saben que han acertado. De una manera similar, las familias de los desaparecidos —a través de sus tenaces intentos por conseguir respuestas de las autoridades— han logrado penetrar el velo de opacidad que cubre al estado y han liberado el hedor de la maldad que brota de instituciones gubernamentales, que parecen estar corrompidas hasta la médula.

Puede ser que “maldad” sea una palabra muy dura, pero ningún termino más suave sería proporcional a la magnitud del sufrimiento de estas familias, cuyos miembros no pueden escapar de la tortura psicológica que proviene del desconocimiento del lugar en el que se encuentran sus seres queridos. Esta maldad no se limita a la crueldad activa de los policías y de los soldados que detienen y asesinan a civiles o los entregan al crimen organizado. Tampoco a la perversión de los agentes del Ministerio Público, quienes recurren a la tortura y al engaño para “resolver” estos casos. Hay otra manifestación todavía más banal de la maldad —y más generalizada—, cuya crueldad podría ser incluso más gratuita: la indolencia de los funcionarios ante la necesidad de las familias de encontrar a sus seres queridos y liberarse de la insoportable incertidumbre en la que se encuentran.

Actualmente hay más de 37,000 personas desaparecidas o “extraviadas” en México, según el Gobierno. Esta cifra es aún más perturbadora si se confronta con otra: 26,000 cuerpos no identificados en el país. Es posible que algunos de los desaparecidos todavía estén con vida en algún sitio. Los restos de otros puede que nunca se encuentren, como sucedió con las víctimas de la “guerra sucia” de la década de 1970, que fueron arrojadas al mar. Algunos de los desaparecidos —según la actual Secretaria de Gobernación— siguen enterrados en fosas clandestinas. Pero muchos de ellos descansan en las morgues, sencillamente a la espera de ser identificados. 

Identificar estos cuerpos debería ser una tarea relativamente sencilla: comparar el ADN de los cuerpos y de los familiares de los desaparecidos y verificar cuáles coinciden. Pero para eso harían falta instituciones estatales que tengan la capacidad y la voluntad de hacer ese trabajo, algo que, hasta ahora, no se ha visto.

Cuando una ONG local llevó a investigadores independientes a una morgue en Chilpancingo, Guerrero, en 2017, encontraron 600 cuerpos en una instalación con capacidad para 200. Había montículos de cuerpos embolsados y apilados sobre el suelo, infestados de gusanos y ratas. El sistema de refrigeración no funcionaba y el hedor que salió del lugar al abrir las puertas era tan intenso, que los agentes del Ministerio Público que trabajaban en un edificio contiguo suspendieron sus labores en señal de protesta.

 

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