
Esto es lo que plantea Lyndall Gordon en Proscritas, donde ofrece ilustrativas y detalladas semblanzas biográficas de cinco grandes escritoras que tomaron la palabra en una sociedad que habría preferido que estuvieran calladas: Mary Shelley («Prodigio»), Emily Bronté («Visionaria»), George Eliot («Rebelde»), Olive Schreiner («Oradora») y Virginia Woolf («Exploradora»).
Trazando vínculos a veces dolorosos entre su vida y su obra, Gordon escarba en sus ambiguas relaciones familiares, en su deseo de educación (rara vez cumplido con la ayuda de sus padres), en su concepción del anonimato, en su posición frente a la jerarquía social, los hombres y el sexo, en su rechazo de los artificios de feminidad y en su indagación productiva en el silencio y la sombra.
En uno de sus últimos libros, Virginia Woolf se declararía miembro de la Sociedad de las Proscritas, una organización secreta de mujeres que, como dice la autora de este libro, «invierte la idea romántica y doliente del proscrito aislado y propone, por el contrario, una causa común».
Una causa que empieza con Mary Shelley y que acaba ampliando el feminismo «hacia una confrontación con el poder en sí mismo».
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