Ser mujer en el siglo XIX, mitad juarista, mitad porfiriano, no era una empresa fácil. Aún no existía el cinematógrafo para soñar con los besos del celuloide y las jóvenes casaderas de la sociedad criolla recién emancipada no tenían más remedio que bordar y rezar.
Peor era pensar: una mujer que piensa puede caer en el pecado fácilmente y así se introduce el Demonio.
Pero Soledad Ugarte nunca dejó de pensar. Y aunque se llenó de hijos y aprendió a reprimir sus deseos en su armario interior, se atrevió a descorrer uno a uno los velos del misterio: descubrió que el mundo fue hecho para los hombres, que los hijos no nacen del ombligo, que el placer de la carne no es pecado y que detrás de las apariencias y de las buenas costumbres se pueden llegar a esconder las peores mentiras familiares.
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