Sin embargo, creía que «la vida es algo más que ir a fiestas en las que no me divierto con gente que ni siquiera me cae bien»; y, después de un fallido intento de ser actriz, decidió sacar partido de algunos cursos de cocina que había hecho y buscar empleo como doncella y cocinera.
Su origen social, que debía ocultar para no despertar la incredulidad de quienes la contrataran, la obligó de todos modos a interpretar un papel y daría pie a multitud de equívocos. Pronto se encontró lidiando con su inexperiencia en las cocinas, escaleras y comedores de la gente de «arriba».
A su batalla con las pelusas, los platos rotos, las galletas quemadas y los suflés que se deshinchan porque los invitados llegan tarde tendría que sumar el peculiar carácter de sus «señoras» y «señores»: desde una mantenida ociosa y perfecta hasta un modista tacaño e insoportable, pasando por dulces parejas de recién casados y nobles familias con enormes mansiones en el campo.
Un par de manos es el ingenioso recuento de sus tribulaciones como trabajadora doméstica en la Inglaterra de los años 30, donde conviven «un sentido del decoro y una conciencia de clase casi medievales» con abusos, picardías, chantajes, un tremendo agotamiento y también momentos de auténtica juerga.