En una pequeña ciudad del estado de Victoria, Australia, vivía un hombre junto con su mujer y sus tres hijos pequeños. Luchaban por salir adelante con el sueldo de limpiador de él, mientras se construían poco a poco una casa más grande. Un día, de repente, su mujer le soltó que ya no estaba enamorada. No quería seguir adelante con el matrimonio. Le pidió que se mudara. Los niños se quedarían con ella, y él podría verlos siempre que lo deseara. Le instó a que se llevase de la casa todo lo que él quisiera. Lo único que le reclamó, y que consiguió, fue el más nuevo de los dos coches que tenían.
El desdichado marido agarró su almohada y se fue a vivir a casa de su padre viudo, a un par de calles de distancia. Poco después, a su mujer se la empezó a ver en compañía del albañil que habían contratado para enlosar la casa nueva. El obrero era un cristiano renacido con varios hijos y su propio matrimonio roto. La mujer recién separada comenzó a acudir con él a la iglesia, y más adelante el marido lo identificó conduciendo por la ciudad al volante del coche que él mismo había comprado con el sudor de su frente.
Llegados a este punto, el relato evoca una canción country, una historia triste de amores traicionados, una melodía lacerante y dulce a la vez.
Sin embargo, diez meses más tarde, una noche de septiembre de 2005, justo después de que oscureciese, mientras el marido rechazado, tras una excursión por el Día del Padre, llevaba a sus hijos en coche de vuelta a casa de su madre, el viejo Commodore de color blanco se salió de la carretera, apenas cinco minutos antes de llegar, y se precipitó a una balsa. Él consiguió salir del coche y nadó hasta la orilla. El vehículo se hundió hasta el fondo, y los niños se ahogaron.
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Lo vi en las noticias. De noche. Matorrales. Agua turbia y oscura. En la penumbra, un helicóptero. Hombres con chalecos y cascos. Algo terrible. Algo estremecedor.
Ay, Dios, que sea un accidente.
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Cualquiera puede acceder al lugar en que murieron los niños. Saliendo de Melbourne por el suroeste, hay que tomar la carretera Princes, la autopista que rodea el continente. Dejar Geelong a un lado, resistir la llamada de la salida a la Surf Coast y seguir adentrándose en dirección a Colac, en el majestuoso valle volcánico que se extiende por el suroeste de Victoria.
En agosto de 2006, después de que en una audiencia en Geelong un juez enviase a juicio a Robert Farquharson por tres cargos de asesinato, me dirigí hacia allí un domingo por la mañana, acompañada por una vieja amiga. Hacía poco que su marido la había dejado. Su pelo estaba teñido de un rojo desafiante, pero su mirada, huera y triste, estaba llena de desconsuelo. Ambas pasábamos de los sesenta. Cada una de nosotras había encontrado la manera de superar —pero también de infligir— el dolor y la humillación de un divorcio.
Era un día primaveral. Dejamos Geelong atrás y enseguida atravesamos praderas amarillas con margaritas, delimitadas por oscuros cipreses que hacían de cortavientos. Nubes planas y de un blanco luminoso danzaban en el cielo. Mi amiga y yo nos habíamos criado en esa región. Conocíamos bien esa belleza melancólica, esas vastas y apacibles superficies. Mientras avanzábamos por la carretera de doble sentido, abrimos las ventanillas para que entrara el aire.
Unos cuatro o cinco kilómetros antes de llegar a Winchelsea se presentó ante nosotras la larga y suave pendiente del paso elevado. ¿Sería ese el lugar? Dejamos de hablar. Cruzamos aquella colina artificial. Desde arriba miramos hacia abajo y descubrimos, delante y a la derecha de la carretera, una balsa en mitad del campo. No tenía ese aspecto funcional cuadrado propio de una balsa de granja, sino una forma más ovalada y femenina, como una lágrima alargada rodeada de unos cuantos arbolitos. La orilla sur corría en paralelo al extremo norte de la carretera, a unos veinte o treinta metros del asfalto. Me había imaginado la trayectoria del coche de Farquharson como una simple salida de la carretera por el lado izquierdo, pero para hundirse en aquella balsa desde el otro lado el coche tendría que haber girado bruscamente a la derecha para cruzar la línea blanca del centro e invadir el carril contrario, esquivando a todos los coches que fueran en dirección opuesta. Mientras reducíamos la velocidad al circular por el paso elevado en dirección a Winchelsea, obligándonos a seguir con la mirada fija hacia la derecha, vimos algunas cruces blancas, tres de ellas bien clavadas en la hierba entre la carretera y la valla. Avanzamos, como si no nos estuviese permitido detenernos.
Calculábamos, de forma algo vaga, que Winchelsea tendría cerca de seis mil habitantes, pero en la entrada al municipio una señal rezaba que la población era de 1 180, y una vez que habíamos bajado la cuesta hasta el paso elevado de color azul que cruzaba el río y lo habíamos subido por el otro lado, y que habíamos pasado una hilera de tiendas y colegios, ya divisábamos los límites de la ciudad. En un lugar tan pequeño, todo el mundo estaría al corriente de lo que hicieras.
A menos de dos kilómetros de la ciudad, doblamos por una carretera secundaria y dimos con una zona verde donde podríamos comer nuestros bocadillos. Nos sentíamos torpes, casi culpables. ¿Por qué habíamos ido? Hablábamos en voz baja, evitando el contacto visual, con la mirada fija en los campos soleados.
¿Crees que la historia que le contó a la policía podría ser cierta, que un ataque de tos hizo que se desmayara al volante? Eso existe. Se conoce como síncope tusígeno. La exmujer juró en la audiencia preliminar que él amaba a sus hijos. ¿Y eso qué tendrá que ver? ¿Desde cuándo amar a alguien significa que no quieras matarlo en algún momento? Dijo que fue un accidente trágico, que él nunca les habría hecho el más mínimo daño. Cuenta con el apoyo de toda su familia. En el juzgado tenía a una hermana a cada lado y un pañuelo bien planchado en la mano. Incluso la familia de la exmujer afirmó que no era culpa suya. Pero ¿acaso no había pruebas policiales controvertidas? ¿Qué hay de las huellas que había dejado el coche? ¿Y qué decir de la huida? Sí. Dejó a los niños dentro del coche que estaba hundiéndose y se fue a dedo hasta la casa de su exmujer. En las fotos se le veía enorme. ¿Es un tipo alto? Para nada, era achaparrado, los ojos hinchados. ¿Lo viste de cerca en la audiencia preliminar? Sí, me aguantó la puerta. ¿Te sonrió? Lo intentó. Tal vez sea un psicópata. ¿No es así como consiguen atraerte, siendo encantadores? Su aspecto no era encantador. Era terrible. Penoso. ¿Qué pasa? ¿Sientes pena por él? Bueno, no sé si me da pena. No sé lo que esperaba, pero era un tipo corriente. Un hombre como cualquier otro.
El cementerio, a las afueras de Winchelsea, debía de ocupar más o menos una hectárea de terreno inclinado, a cielo abierto. No había nadie por allí. Estuvimos un rato deambulando arriba y abajo. Ni rastro de los Farquharson. Tal vez la familia fuese originaria de otra ciudad. Pero mientras avanzábamos despacio hacia el coche vislumbré un grupo de arbustos, y entre ellos descubrí una lápida muy alta de granito pulido, con un apellido largo grabado en ella y tres fotografías ovaladas. Nos aproximamos con cierta reticencia.
Algunos forofos de la liga australiana de fútbol habían clavado en el barro junto a la tumba uno de esos molinillos de viento con el símbolo del Essendon. Las sinuosas aspas de plástico se agitaban con ligereza. En las esquinas superiores de la lápida se habían grabado, en dorado, el escudo del Club de Fútbol de Essendon y un dibujo de Bob el Constructor. Los niños miraban al frente con sincera alegría, el pelo rubio bien cortado, los ojos brillantes. Jai, Tyler, Bailey. «Queridos y amados hijos de Robert y Cindy, en manos de Dios hasta que nos volvamos a encontrar.» Examiné el conjunto con una sensación parecida al terror. Con frecuencia, durante los siete años siguientes, me arrepentiría de no haberles rezado aquel día y haber seguido mi camino. Del césped bien segado brotaban florecillas rosas. Arrancamos algunas y las dejamos sobre la tumba, pero el viento siempre terminaba llevándoselas. Las ramas y piedras con las que intentamos sujetarlas resultaron demasiado ligeras para resistir los incesantes embates del viento primaveral.
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Entre la audiencia preliminar y el juicio transcurrió un año. Cuando el nombre de Farquharson se mencionaba en una conversación, la gente se estremecía. Los ojos de las mujeres se llenaban de lágrimas. Todo el mundo tenía una opinión. La historia del ataque de tos generaba incredulidad y desprecio. El sentir general era que un hombre como Farquharson no podía tolerar la pérdida del control experimentada cuando su mujer rompió con el matrimonio. La gente volvía siempre a esa explicación. Sí, debía de ser eso: no podía soportar perder el control de su familia. O se trataba de eso, o era alguien malvado. Diabólico. No entiendo a esos tipos, decía una abogada feminista. Es la mujer quien los deja, de acuerdo, pero los hombres no tienen un reloj biológico. ¿Por qué no se buscan una novia nueva y tienen más hijos? ¿Por qué tienen que matar a todo el mundo? Lo hiciera a propósito o no, soltó una mujer mayor, ¿cómo va a expiar esa culpa un cristiano? Una infinidad de hombres declararon, angustiados y llenos de rabia, que aquello no podía haber sido un accidente, que un padre que quiere a sus hijos nunca saldría del coche y se alejaría nadando. Haría todo lo posible por salvarlos, y si no lo conseguía se hundiría con ellos. Muy pocos eran los que, tras ese tipo de declaraciones, hacían una pausa y añadían en voz baja: «Por lo menos, así es como confío en que actuaría yo».