Habla del amor.
Y cuenta lo más triste, el último adiós.
Es un viaje al pasado, a la Segunda Guerra Mundial, a Francia, al corazón de la escritora Irène Némirovsky.
Imagino una maleta orgullosa, de cuero marrón, algo envejecida por el tiempo, en un rincón cualquiera de una casa de campo. Una maleta que todavía no sabe que deberá aguardar callada muchos años para desvelar su propia verdad.
Imagino los nervios, los meses envenenados en negro, la rutina de un hogar alterado por la guerra. La cotidianidad interrumpida a base de golpes sobre la puerta de la entrada: Uno, dos, tres, cuatro, imposible contar cuantos.
Imagino, la imagino.
A ella, a Irène Némirovsky.
Lleva el cabello desordenado en un moño bajo mal hecho, sus manos están manchadas de tinta, su ropa también. Entre los brazos sujeta un cuaderno escrito con letra minúscula que cuenta un relato muy grande.
La imagino de nuevo, un momento después, agotada, estrujada en un tren de ganado, despojada de sus rizos, de su humanidad, de su autoría, de su obra, de todo lo que era hasta entonces.
Y antes, no mucho antes, en un pasado cercano, la imagino en París, recorriendo sus calles, con esa mirada juvenil y radiante, confiada, también algo miope, una mirada que estaba por descubrir un mundo de letras inmenso.
Un don.
Mi querida Irène, es de noche y te escribo sentada junto a la ventana.
Eres un final abierto. Un final sin eternidades. Un final ya escrito.
Recuperarte ha sido un regalo, ficción histórica, supervivencia, como si la inocencia volviera a latir en el corazón de todos los hombres.
Dicen que se ha escrito mucho sobre la Segunda Guerra Mundial, sobre el Holocausto, la gran tragedia judía, y yo digo: ¡nunca será suficiente!
Sus historias son grandes. Hechos reales. No engañan con emociones falsas. Son biografías. Sabemos cómo acaban y, sin embargo, las escuchamos como si no lo supiéramos. Ahí radica su misterio y la magia.
Poner un tú, un nombre propio, Irène, y después sentir el yo. Sentir que estás en familia, en casa.