Belli parece haber encontrado la suma y la síntesis de sus temas esenciales. En El infinito en la palma de la mano logra recrear los interrogantes acerca de la condición humana (hombre y mujer) con una visión original, en el doble sentido de la palabra.
Como la autora misma lo cuenta en la nota introductoria, el tema de la creación de Adán y Eva y de sus descendientes como relato fundacional de la especie humana llegó a ella de manera casual, revisando unos libros en la casa de un familiar. La imagen de la creación y los dilemas del primer hombre y la primera mujer se revelaron, sin duda, como la síntesis perfecta de las inquietudes intelectuales y estéticas de la autora.
Y esta elección es, ciertamente, a la vez genial y riesgosa. La idea de recrear estéticamente el mito fundacional es acertada porque, a pesar de ser un tema conocido por multitudes en el mundo occidental y cristiano, no ha sido lo suficientemente explotado por la literatura contemporánea. Lo riesgoso es el tedio que muchos posibles lectores puedan sentir al creer que, a esta altura, ya no hay mucho que decir sobre el tema. Y sobre todo, el riesgo de caer en el estereotipo.
Como la misma autora nos cuenta en la introducción de su novela, el relato bíblico de Adán y Eva ocupa apenas cuarenta versículos del Génesis. Pero paralelamente a este relato surgieron en la antigüedad infinidad de variaciones apócrifas que por distintos motivos no fueron incorporados en el canon eclesiástico. Algunos de estos «libros secretos», que a pesar de haber sido excluidos (o quizás gracias a ello) se difundieron masivamente, son: los Libros de Enoch, el Apocalipsis de Baruk, El Libro Perdido de Noé, los Evangelios de Nicodemo y los Libros de Adán y Eva, que incluían: Las vidas de Adán y Eva, el Apocalipsis de Moisés y el libro Eslavónico de Eva. Estas son algunas de las fuentes que Gioconda Belli explorará con pasión y que darán origen a un bello y profundo relato, quizás el más logrado hasta el momento de esta notable escritora centroamericana.
El infinito en la palma de la mano está estructurada en dos partes: la primera («Hombre y mujer los creó») narra la creación de Adán y Eva, la desobediencia, el destierro del Paraíso y la lucha del primer hombre y la primera mujer por sobrevivir en un mundo hostil y desconocido. La segunda parte («Creced y multiplicaos») es el relato de la descendencia de la pareja original, y es tan fascinante como la primera. Incluye en su trama un crimen, con ingredientes tan universales como la pasión, los celos, la injusticia de Dios, la imposibilidad del perdón, el castigo divino, el destierro y la lucha por la supervivencia.
La novela presenta una estructura temporal estrictamente lineal. Se inicia con el relato de cómo Adán es creado y cómo despierta a la vida. Desde un principio, Gioconda Belli equipara la vida a la conciencia: «Y fue. Súbitamente. De no ser, a ser consciente de que era» (p. 17). Es esta conciencia, de nosotros mismos y del mundo que nos rodea, lo que nos diferencia del reino animal, que simplemente es. El punto de vista es también estático: si bien la voz narradora es omnisciente, es la perspectiva humana la predominante. Las figuras centrales son Eva y Adán, con un enfoque especial en Eva. Elokim (nombre de Dios o el Creador en el texto) es siempre visto como el Otro. Nunca aparece en forma directa en el relato sino que se comunica con los seres humanos a través de una inconfundible voz interior, en sueños o a través de fenómenos naturales interpretados como «señales». En muchas oportunidades, es la Serpiente la portadora del mensaje divino, transmitido con astucia e inteligencia.
Las dualidades están presentes no sólo en las figuras de Adán/Eva y Elokim/la Serpiente sino en otros pares como ser:
creador/criatura
masculino/femenino
conciencia/inconciencia
inteligencia/sensualidad
dolor/placer
vida/muerte
ser humano/animal y, sobre todo, bien/mal.
Afrontando el riesgo constante de caer en los estereotipos, Belli juega continuamente con el fuerte lazo biológico del ser humano con su arquetipo y a la vez el deseo humano (ya desligado de su sexo) de libertad y elección individual. Eva nace del costado de Adán. Dice la Serpiente: «Elokim te guardó en una de sus costillas; no en su cabeza, para que no descubrieras el orgullo, ni en su corazón, para que no sintieras el deseo de poder» (p. 26). Entonces: ¿son el orgullo y el deseo de poder típicamente masculinos? ¿Cuándo se transforman los arquetipos en estereotipos? Gioconda Belli se balancea en una cuerda delgada y resbaladiza, pero logra deslizarse con gracia y eludir dar una respuesta definitiva a los dilemas que a cada momento surgen en el texto.
El acto crucial de morder la fruta prohibida (un higo, según la mayoría de las fuentes) es presentado en toda su complejidad, superando la dicotomía tradicional de obediencia o desobediencia. Al comer la fruta, como le advierte la Serpiente, Eva adquirirá el Conocimiento pero a la vez perderá la inocencia y se transformará en mortal. En realidad la Serpiente la engaña: poseer el Conocimiento no significará obtener todas las respuestas ni tampoco tener la certeza del Bien y del Mal. El Conocimiento es, como Eva experimentará dolorosamente, algo mucho más profundo y complicado; en realidad, una continua incertidumbre. Una necesidad de plantearse las preguntas esenciales y nunca estar seguro de cuál respuesta es la correcta, o la más cercana a los valores morales de cada uno. La única certeza es que no hay certezas, que nada es enteramente bueno o malo, que el bien y el mal son probablemente dos caras de una misma moneda, que tanto el bien como el mal habitan dentro del corazón de cada ser humano : «El conocimiento, pensó Eva, no era la luz que ella imaginó abriría de pronto su entendimiento, sino una lenta revelación, una sucesión de sueños e intuiciones acumulándose en un sitio anterior a las palabras; era la queda intimidad que crecía entre ella y su cuerpo» (p. 98).
Otro aspecto interesante en el relato es la visión de un Creador indiferente, egoísta y hasta a veces cruel. Un dios que, por aburrimiento, crea universos y luego los olvida. Dice la Serpiente: «Hoy está descansando. Después se aburrirá. No sabrá qué hacer y de nuevo seré yo quien tendrá que apaciguarlo. Así ha sido desde la Eternidad. Constelación tras constelación. Las crea y luego las olvida» (p. 27). Como notamos, Elokim es siempre un «él». Contrariamente a la Serpiente, que asume una imagen hermafrodita, el Creador es siempre mencionado como una figura masculina que actúa, además, de manera impulsiva. Se muestra colérico, vanidoso y deseoso de demostrar su poder: «Cuando se enfurece hace cosas que luego olvida. Con suerte, cuando las recuerda, se arrepiente y las corrige (...) Si Elokim no hubiese querido que comieran la fruta, no les habría dado la libertad. Que se atrevieran a desafiarlo, sin embargo, hiere su orgullo» (p. 56). Si bien ésta es fundamentalmente una novela dedicada a la humanidad y sus orígenes y no a la Divinidad, aquí elude Gioconda Belli un punto esencial, y es la necesidad de presentar un Dios que le de unidad al relato. Así como las figuras de Adán y Eva se problematizan y profundizan, la figura de Dios (Elokim) está bastante simplificada, reflejada en los comentarios muchas veces irónicos o maliciosos de la Serpiente.
Y es también la Serpiente quien introduce el tema crucial del libre albedrío. Eva siente el deseo de probar la fruta prohibida y al hacerlo, según la Serpiente, no desobedecería sino que haría uso de su libertad. Sólo ellos, Adán y Eva, gozan de ese privilegio. La Serpiente les ha prevenido que en el momento mismo en que muerdan la fruta se transformarán en mortales, y de esa manera comenzará la historia. Eva dedica mucho tiempo a reflexionar sobre este deseo, y se convence de que la voluntad del Creador es que ella pruebe la fruta, si no no le hubiese inspirado el deseo de hacerlo y no hubiese guiado sus pasos hacia el Árbol. En una muy lograda escena, Eva comprende. Se encuentra meditando al pie de un arroyo y en un instante eterno logra vislumbrar, a través del ojo de un pez, el vertiginoso hilo de la Historia. Es una revelación instantánea e intuitiva, pero Eva toma su decisión. Intuye que el Creador no quiere hacerse responsable del inicio de la Historia, por eso les dio a ellos la libertad de elegir, y con esa libertad, la responsabilidad por su elección. Más que desobedecer, Eva asume su responsabilidad («No moriré. Lo sé. Él espera que yo coma. Por eso me hizo libre». p. 41).
Se podría también interpretar la desobediencia de Eva como una misión que la trasciende: gracias a su renuncia —al Paraíso, a la vida eterna— y a su sometimiento a la muerte, el dolor, las penurias y el trabajo, Eva inaugura la Historia y se transforma en fundadora y madre de la especie humana. Ésta es una interesante vuelta de tuerca de Gioconda Belli, incluida con el objetivo de dar una imagen grandiosa y admirable de la primera mujer (arquetipo de toda mujer, de lo femenino). Y a pesar de que el recurso a veces pueda sonar un poco forzado, es una de las muchas herejías liberadoras de este libro. La mujer no como pecadora y culpable, ni como víctima de un engaño, sino como un ser pensante, consciente, ejerciendo su libertad y asumiendo la responsabilidad que ello implica. El incipiente pecado de Gioconda Belli es adorar a otro dios: la Mujer. La escritora nicaragüense logra, sin embargo, presentar una revalorización interesante de la figura de Eva. De ser estereotipada como desobediente y pecadora según la tradición cristiana, Gioconda Belli eleva a Eva a madre de la especie humana, gracias a la libre elección y la asunción de la responsabilidad de sus actos.
¿Y cuál es el papel de Adán en este drama? Mientras que Eva (la Mujer) reflexiona, tiene visiones, ve imágenes, duda, «siente» que tiene que hacer lo que su conciencia le indica; Adán (el Hombre) actúa racionalmente. Es mesurado, poco imaginativo, obediente, temeroso y un poco cómodo: prefiere mantener el bienestar que poseen antes que aventurarse en acciones que podrían tener consecuencias desconocidas. Gioconda Belli se acerca de nuevo peligrosamente a una versión estereotipada de los géneros. Eva entiende que tiene que dar este paso sola, no cuenta con el apoyo de Adán. La difícil escena en que Eva muerde el higo está muy lograda: más que la descripción de una desobediencia es un acto de afirmación de la vida y de la libertad, lleno de gozo: una verdadera fiesta de los sentidos.
Y como ya sabemos, también Adán comerá la fruta prohibida. No lo hará por emulación o engaño sino en un acto de solidaridad para con Eva. Con la terrible sospecha de que ha sido un acto prohibido que acarreará consecuencias terribles, Adán come para correr la misma suerte que Eva. Lo hace, sencillamente, por amor. Y también por temor a quedar solo: «...una vez que tú la habías comido, ya no podía hacer otra cosa. Pensé que dejarías de existir. No quería quedarme solo» (p. 79). Este acto redime a Adán de la figura estereotipada de un ser humano sin voluntad que es simplemente engañado por la astucia femenina (« Se durmió con la oreja puesta contra el vientre de Eva, aferrado a sus piernas, pensando en que no quería otro paraíso que estar así contra ella, escuchando aquel mar que crecía en su interior y donde a él le parecía escuchar el canto de los delfines». p. 140). Si bien a Adán y a Eva se le adjudican los roles tradicionales masculinos y femeninos (Adán protege, alimenta y, de ser necesario, mata para sobrevivir; mientras que Eva, por su parte, es la dadora de vida), esta descripción está correctamente ubicada en su contexto. Son seres humanos buscando sus roles en un mundo regido por la biología y un ambiente hostil y desconocido. Otra solución de parte de la autora hubiese sido impensable.
Los roles tradicionales se acentúan cuando Eva queda embarazada. Gioconda Belli logra describir con verosimilitud y belleza el asombro y la inquietud de estas criaturas primigenias ante la gestación y el alumbramiento de los hijos. ¿Qué seres son los que saldrán de su vientre? Belli se da de lleno a la descripción del acto que quizás más ate al ser humano a su biología y a sus más hondos instintos: el de procrear y dar a luz. El resultado es un relato poético y a la vez acorde a su contexto: el nacimiento de los gemelos Caín y Luluwa primero, y de Abel y Aklia luego, ahondan la incertidumbre de Adán y Eva. ¿Cuál es el destino de estas criaturas, tan parecidas a ellas pero a la vez tan distintas? ¿De qué manera continuarán la cadena de vida que ellos mismos han iniciado? El relato, a pesar de conocido (por lo menos en parte) es apasionante, y lleva al lector a seguir la trama intensa y dolorosa hasta su desenlace final.
Ligado al tema de la vida y la muerte se encuentra el dilema de matar para sobrevivir. Apenas expulsados del Paraíso, Adán y Eva experimentan el hambre y el problema de cómo aplacarlo. Lejos de las facilidades modernas que ofrecen substitutos a la carne y los productos alimenticios provenientes de los animales, Adán y Eva no logran saciarse con frutos y semillas. Es Adán quien primero mata para alimentarse. Imitando a los animales, caza por primera vez y come de su presa. Es un instante cargado de angustia, que Adán acepta como se acepta el peso de lo determinado. Inicialmente, Eva no puede aceptar que la armonía que originalmente existió entre seres humanos y animales en el Paraíso se quiebre de tal manera, y si bien el sentido común la hace finalmente comer, sentirá siempre un peso en su conciencia por lo que considera un acto prohibido.
La Serpiente, nuevamente, culpa al Creador por su indiferencia ante esta situación:
«(Eva) —¿Así sobreviviremos en este mundo, comiéndonos los unos a los otros?
(La Serpiente): —La vida alimentándose de la muerte. Elokim se enfurece y hace estas cosas: condena a un tipo de naturaleza a vivir como otra. Pero ya ves. A mí me dijo que comería tierra, a ti que comerías hierbas y espinas, pero cambió de idea. Ahora deja que nos comamos unos a otros» (p. 105).
Y al tema de matar para sobrevivir retornarán Adán y Eva cuando experimenten la muerte brutal de Abel. Eva está convencida, en medio de su dolor, de que la muerte de Abel es una consecuencia de la primera muerte cometida por ellos —por Adán— contra un ser vivo: «¿Qué había hecho Adán, qué había hecho ella al matar la primera criatura? ¿Qué fuerzas crueles desataron para sobrevivir, para comer? ¿Y por qué lo había dispuesto así Elokim?» (p. 221-222).
Otro espacio inexplorado que Belli rescata en su novela es el mundo de los sueños: un mundo complejo y atrayente del cual sabemos actualmente tan poco como lo que sabían o intuían el primer hombre y la primera mujer: “—Adán, ¿dónde vamos cuando dormimos? ¿Quiénes son esos como nosotros que viven dentro de nuestros sueños? Anoche vi otra como yo en la playa. Quizás esté allí. Tendríamos que ir a buscarla. (...) Él soñaba con otros como él, dijo Adán. No quería decir que existieran. Los sueños eran lo que ellos querían ver» (p. 119). Sobre todo Eva presenta una receptividad (o «inteligencia social» como se la denominaría actualmente) muy especial, perfilándose como un ser humano a la vez sensible y pensante. En El infinito en la palma de la mano, inteligencia y sensualidad van mano a mano. Inteligencia en su sentido verdadero: como capacidad de adaptación a nuevos ambientes y nuevas circunstancias.
Así como en la primera parte de la novela (a pesar de los sucesos dramáticos de la trasgresión y del destierro del Jardín) predomina un tono poético, de descubrimiento, sensualidad, belleza y asombro por las maravillas de la creación, en la segunda parte predomina un sentimiento de catástrofe, una especie de premonición de que algo tremendo sucederá, acompañado de la impotencia de saber que es algo predeterminado, que nadie podrá detener. Eva se angustia por el paso del tiempo y por la certeza que el mandato de Dios de cruzar a sus gemelos terminará en catástrofe. Aquí se retoma el tema del conocimiento, como contracara del dolor. Dice la Serpiente: «(...) El Mal, el Bien, todo lo que es y será en este planeta, se origina aquí mismo: en ti, en tus hijos, en las generaciones que vendrán. El conocimiento y la libertad son dones que tú, Eva, usaste por primera vez y que tus descendientes tendrán que aprender a utilizar por sí mismos. A menudo te culparán, pero sin esos dones la existencia se les haría intolerable» (p. 201).
Al final de la novela comete Gioconda Belli lamentablemente el mismo pecado (para utilizar una terminología acorde al tema) que en varios de sus libros anteriores: una vuelta de tuerca extra para acomodar los hechos y darle un «final» a la historia. La pregunta es si no hubiera sido mejor que la autora terminara una poco más abruptamente la trama, quizás cerrando el relato con la muerte de Abel y el destierro de Caín, que el intento un poco forzado de encajar el relato bíblico con algo así como un preludio a la teoría darwiniana de la evolución.
El infinito en la palma de la mano pareciera ser, finalmente, la novela que buscaba a Gioconda Belli. Con ella, la escritora nicaragüense ha logrado el punto más alto de su escritura. El infinito... cristaliza el imaginario belliano y calza a la perfección con su concepción del mundo y la escritura. Un tema universal y un excelente trabajo literario.