El PSOE siempre ha sido accidental respecto a las formas de Estado, aunque su decisión por una u otra ha dependido de la instrumentación que le daba a la monarquía o la república. Desde su fundación en 1879 hasta la década de 1940, su republicanismo era en realidad la defensa de una estadio intermedio hacia el socialismo. Luego, ya en el exilio, y sin renunciar al ideal republicano, vio en la monarquía la institución que le permitiría volver a la vida política en libertad. Ese vínculo entre el PSOE de Felipe González y la monarquía de Juan Carlos I ha sido una de las bases de la democracia desde 1978. Este viaje accidentalista, tan determinante para la historia política española, era conocido, pero quedaba por explicar.
El presente trabajo de Juan Francisco Fuentes, titulado Con el Rey y contra el Rey. Los socialistas y la monarquía: de la Restauración canovista a la abdicación de Juan Carlos I (1879-2014) (La Esfera de los Libros, 2016) explica el periplo del PSOE desde el republicanismo al juancarlismo, apoyándose en un riguroso trabajo archivístico y documental, así como en entrevistas a más de quince personalidades. El resultado es una excelente perspectiva de su esencia accidentalista.
Pablo Iglesias, fundador del PSOE, impuso la tesis de que el socialismo únicamente calaría entre las masas si deshacían el mito republicano como proyecto emancipador. Y los socialistas españoles dedicaron todos sus esfuerzos a criticar a los “partidos burgueses” por igual -como cuenta Fuentes-, en especial al populista de Alejandro Lerroux. El resultado electoral fue atroz. Ni siquiera en las grandes ciudades, donde el voto era más libre, conseguían sacar representación. El gran impulso lo recibió entre la crisis del 98 y la de la Vieja Política, en 1914, que incluyó a los socialistas como parte de la solución estatista y rupturista. Hasta entonces, los socialistas españoles no entraban en la discusión sobre las formas de Estado; era una cuestión menor frente a la lucha de clases, la alienación y el próximo advenimiento del socialismo. Cosas de la época.
El accidentalismo y el oportunismo llevaron al PSOE a la conjunción republicano-socialista de 1909 con la idea de aprovechar la crisis social. Derribar a los conservadores de Maura rompiendo el turnismo debía ser el primer paso para derribar el régimen. “Barred la monarquía”, dijo Pablo Iglesias a los suyos en un mitin en noviembre de 1909. Fue en ese momento, dice Fuentes, cuando “la cultura republicana” se instaló en el “corazón del socialismo español” (p. 24). Surgió entonces, sin embargo, la gran división que marcaría al PSOE hasta 1936. Largo Caballero rechazaba la alianza con los republicanos, frente a un Indalecio Prieto que la consideraba un instrumento poderoso para alcanzar el poder, que fue lo que se impuso, como en la crisis de 1917.
Tras la ruptura con el republicanismo en el congreso de diciembre de 1919, empezó a despuntar la figura de Indalecio Prieto, que vio en la crítica a la figura y papel de Alfonso XIII, muy tocado por el caso de Marruecos, un instrumento político para convertir al PSOE en actor relevante. Y así lo hizo en sus discursos parlamentarios, lo que convirtió a Prieto en “nuevo guía espiritual del republicanismo español” (p. 37). Sin embargo, solo condenaron inicialmente el golpe de Estado de Primo de Rivera. Luego colaboraron con la Organización Corporativa Nacional, y Largo Caballero, que ocupó entonces un sillón en el Consejo de Estado, proclamó su “completa neutralidad”. Esto rompió el PSOE, que solo se unió cuando en 1929 se presentó el anteproyecto constitucional que devolvía España a una “monarquía autocrática tradicional”, decían entonces. La solución, declararon los Prieto, Besteiro, Saborit y compañía, era un “Estado republicano de libertad y democracia”. Y es que la crisis de la Restauración y la deriva autoritaria de Alfonso XIII habían reavivado el republicanismo en el accidentalista PSOE.
El planteamiento de la segunda República como un régimen para cambiar todo en España empezó para los socialistas con la declaración de Indalecio Prieto en el Ateneo de Madrid, en abril de 1930: “Hay que estar o con el rey o contra el rey”. Y en la necesidad de una España nueva, dijo Prieto: “Vos -Alfonso XIII- constituís un estorbo”. Comenzó así una segunda etapa, volcado el PSOE y la UGT en un gobierno reformista que fracasó en 1933, y que llevó a Largo Caballero a despreciar desde entonces a los republicanos, y a declarar que la República era “exactamente lo mismo o peor que la monarquía”. Regresó el accidentalismo, la división del PSOE con el enfrentamiento entre Prieto y Largo Caballero, que condujo a la revolución de 1934 y a la formación del Frente Popular como tránsito hacia el socialismo.
El exilio, una cuestión histórica en la que también es especialista el profesor Fuentes, cambia muchas cosas, y calma ánimos, un asunto que hoy muchos rupturistas no entienden, pero que también explica el tono moderado de la Transición. Ya lo hizo en el siglo XIX con personajes como Alcalá Galiano o Argüelles. Empezó entonces una tercera etapa en el PSOE en su vínculo con la monarquía. Largo Caballero reconocía en sus memorias que lo importante era la libertad, y que “luego le ponga cada cual el nombre que quiera”. Así, Prieto, en 1948 firmó con los monárquicos el Pacto de San Juan de Luz entre juanistas y socialistas como “expresión de un espíritu pragmático y conciliador ligado a la recuperación de las libertades” (p. 160). Sin embargo, la salida monárquica establecida por Franco, y la desconfianza hacia Don Juan, hizo que volvieran al republicanismo. En el programa de Suresnes, en 1974, se declararon partidos del “derecho de autodeterminación” dentro de la lucha de clases y de la constitución de una “república federal de nacionalidades”.
Fuentes otorga un papel decisivo al rey Juan Carlos desde 1975 en la aceptación de la monarquía por parte del PSOE, al convertirle en el instaurador y gran defensor de la democracia tras la muerte del dictador. El trabajo lo hicieron Adolfo Suárez, que convenció a los socialistas, y Felipe González, que llevó a los suyos desde el rupturismo hasta la “democracia coronada” (p. 273). Pero también Santiago Carrillo, que al conducir al PCE a la monarquía moderó la postura del PSOE. González quedó convencido de la necesidad de abandonar el republicanismo para consolidar la democracia, y culminó el tránsito hacia el juancarlismo. El maridaje entre el PSOE y el rey está descrito con gran habilidad narrativa y documental por Fuentes, así como el error del “republicanismo cívico” de Zapatero, que culminaba la “monarquía de republicanos”.
El epílogo del libro, demasiado corto para lo que cuenta, muestra la importancia de Felipe González en la abdicación de Juan Carlos I. La imagen deteriorada del rey por la foto de Botsuana, los amoríos con Corinna, y el caso de corrupción de su yerno, Urdangarin, en medio de lo peor de la crisis económica, aconsejó la marcha del Jefe del Estado. González diseñó la salida –cuenta Fuentes-, mientras Rubalcaba aseguraba la lealtad del PSOE una vez terminado el juancarlismo. La muerte de Suárez anunciaba un “fin de ciclo” (p. 422), ratificado por la quiebra del bipartidismo y la irrupción de Podemos y Ciudadanos. Sin la colaboración del PSOE en ese momento, aferrado al accidentalismo democrático -dice Fuentes-, todo hubiera sido más difícil con una izquierda que profesaba un “fervor casi religioso” por la república desde la época de Zapatero.
En definitiva, un libro magnífico que deshace el mito republicano del PSOE, frente a la realidad de su visión accidentalista de las formas de Estado, lo que le ha permitido sobrevivir casi 140 años y en varios regímenes.