«Si esto se prolonga un mes más, no creo que ni uno de nosotros logre salvarse.» Con estas palabras termina el diario que Hanna Lévy-Hass empezó a escribir un día de agosto de 1944 en el campo de concentración de Bergen-Belsen.
Ella, una humilde maestra en quien coexistían sentimientos y vivencias en tanto que yugoslava, judía y comunista, alguien para quien cualquier lucha por la libertad era sentida como algo muy cercano y principal, en definitiva, una mujer que creía que el proceso histórico, la voluntad de las personas y la actividad consciente de éstas conducirían finalmente a una sociedad justa e igualitaria, había sido despojada de todo, humillada y vejada como ser humano.
Y, aun cuando era consciente de cómo la bestia nazi intentaba reducirla día tras día a un estado animal, rodeada de rostros en los que podía leer el terror, el hambre y un miedo cerval, sacó fuerzas de flaqueza para no sucumbir a la desazón y conservar la dignidad que le permitiera seguir siendo ella misma.
Consiguiendo pedazos de papel aquí y de allá, Hanna Lévy escribió el Diario de Bergen-Belsen cuando, según las palabras de su hija Amira Hass -la única periodista israelí que reside en Gaza y Cisjordania y que ha prologado la versión castellana del Diario-, «todavía tenía la esperanza de que el mundo futuro sería un mundo mejor. Aquella escritura tenía sentido como testimonio y memoria para la construcción de “un mundo que sería bueno”».